Elena mira a su hijo a través del cristal. “¿Cómo has acabado así?”, le dice. No se ha atrevido a preguntárselo en todos los meses que lleva preso por delitos relacionados con drogas. Él da una respuesta vaga, alude a la juventud y a las malas compañías. En las semanas sucesivas, ambos profundizan en la cuestión. Condenado en la cárcel de Valdemoro (Madrid) ha introducido a su madre en un mundo desconocido e ingrato para ella.
Diseño:
Ana Fernández
Desarrollo:
Alejandro Gallardo
Elena, Verónica y Adolfo, familiares de presos, han tenido que adaptar su vida y su economía a su familiar ingresado en el centro penitenciario de Valdemoro
Elena mira a su hijo a través del cristal. “¿Cómo has acabado así?”, le dice. No se ha atrevido a preguntárselo en todos los meses que lleva preso por delitos relacionados con drogas. Él da una respuesta vaga, alude a la juventud y a las malas compañías. En las semanas sucesivas, ambos profundizan en la cuestión. Condenado en la cárcel de Valdemoro (Madrid) ha introducido a su madre en un mundo desconocido e ingrato para ella.
Cuando una persona ingresa en prisión, no solo cambia su vida, también lo hace la de quienes se quedan fuera. En España hay 60.938 reclusos, según datos de Instituciones Penitenciarias de mayo de 2025. Son 60.938 historias a un lado y otro de las rejas.
La visita semanal de alguien del exterior se convierte en el mayor aliciente de los internos. Y eso es mucha responsabilidad para los familiares, que, después de una semana agotadora, tienen que invertir casi todo un día para 45 minutos de cara a cara. Porque muchos de los que visitan la cárcel cada semana no disponen de vehículo propio o de dinero suficiente para costear el viaje si no es en transporte público.
Y no todos los centros penitenciarios están bien conectados. De hecho, hay algunos a los que no llega ningún medio de transporte público. Por ejemplo, el único modo para ir a la prisión de Herrera de la Mancha, con una población reclusa de unos 400 internos, es el coche. Lo mismo sucede con la prisión de Logroño y el centro de Sevilla II, a 80 kilómetros de la capital andaluza, con la cárcel de Albacete y la de Segovia, por citar algunos ejemplos.

Hay dos autobuses para llegar hasta la cárcel de Valdemoro, en Madrid. Uno es el 412 y deja en la carretera M-506; el otro el 414, a las puertas de la prisión, pero solo llega hasta ahí los fines de semana aunque su horario no coincide con el de las entradas y salidas de los familiares por lo que hay que esperar largas horas a que pase o bien caminar 1,9 kilómetros (26 minutos) por un camino hasta la parada. Otros optan por pagar un Uber o un taxi hasta Pinto, donde también para el bus y se encuentra la estación de tren de corta distancia más cercano. Los cerca de 15 euros que cuesta ese trayecto son un gasto inalcanzable para muchas de estas familias.
ELENA (autobús 412), una rutina cada dos domingos desde hace 10 meses
La visita a la cárcel se ha abierto un hueco en la rutina de Elena desde hace 10 meses. Trabaja de lunes a sábado por la noche, cuidando a un hombre de 85 años. Los domingos son su único día libre y, cada dos semanas lo emplea en ir a ver a su hijo. “Lo que hacen las madres, lo que hacen las madres…”, dice con resignación.

El domingo, Elena se levanta a las seis de la mañana. La noche anterior ya dejó preparada la ropa que ella misma le lava a su hijo durante la semana con el perfume que a él más le gusta, llamado Halloween. Así, con una mochila negra a la espalda de seis o siete kilos, Elena llega a las ocho de la mañana a Villaverde Bajo Cruce, donde coge un autobús que le deja en la carretera M-506. Al no estar acompasados los horarios de las visitas con los del transporte público, Elena suele ir o bien muy apurada de tiempo, o con un margen demasiado grande. Cuando esto último sucede, se entretiene mirando las nubes o recogiendo flores por las que siente atracción y sobre las que más tarde revelará su significado.

Un rato de observación durante varios días a las puertas del centro muestra a muchas mujeres, madres, esposas e hijas que llevan a niños pequeños con ellas y que se dirigen casi siempre con prisa a la garita de entrada. Elena lamenta, sobre todo, no poder tocar a su hijo. Los llamados vis a vis se realizan entre semana, los jueves y viernes, algo imposible para ella, que no puede escaparse de su trabajo porque le implicaría invertir casi todo el día y dejar solo al anciano. Además, sus empleadores no tienen ni idea de su circunstancia personal.
Elena es siempre la más madrugadora. Su visita empieza a las 10. En verano, no está mal ese horario temprano, pero en invierno y con el intenso mes de lluvias que vivió Madrid en marzo, la mujer dice que lo pasó mal. Aun así, no falló a ninguna de las citas a las que prometió a su hijo acudir. “Algunas veces me veía tan cansada que me pedía que no fuera la semana siguiente”, reconoce.

Elena tiene 61 años, nació en Rumanía, en Bucarest. Antes de ser la madre de un preso en la cárcel de Valdemoro, fue una madre que trajo a varios de sus hijos a España después de venirse ella sola en 2004. Antes de eso, se había divorciado de un hombre del que nunca se enamoró porque fue un matrimonio concertado por su familia en 1975, un hombre con problemas con la bebida y el juego que incluso la agredía y del que se despidió con una carta del juzgado que llegó el día que él cumplía años, algo que Elena celebró como su particular “venganza”.
Primero trabajó limpiando casas, por horas, empleos esporádicos que le salían aquí y allá. Poco a poco se fue estabilizando y consiguió cosas más fijas, hasta ser interna, la única opción rentable a día de hoy. Al año de aterrizar aquí, vinieron dos de sus cuatro hijos. Estuvieron en Madrid con ella, pero unos años después ambos se instalaron en Benidorm. Uno de ellos trabaja como coctelero, el otro también empezó a trabajar en el mundo de la noche y es el que está en prisión por un delito contra la salud pública (relacionado con los estupefacientes). “Él ya llegó de Rumanía enganchado a la droga y yo no tenía ni idea. Yo no sé nada del mundo de las drogas, solo que trae lágrimas y dolor. En Benidorm, el polvo -la cocaína- es el rey ”, dice. La mujer jura y perjura que durante mucho tiempo no podía ni imaginar esa doble vida de excesos.
Hace cinco años, una noche de madrugada la policía entró a la discoteca de Benidorm donde el hijo trabajaba. Tras una gran redada se intervinieron 100 gramos de cocaína. Aquello derivó en un largo proceso judicial que terminó un lustro después con todos los detenidos absueltos salvo el hijo de Elena. “No sé qué pasó exactamente, me enteré por su novia. Yo solo sé dónde está y por eso le pido respuestas. Porque esto es solo sufrir, sufrir al máximo. La primera vez que entré me temblaban las piernas”, confiesa.

Elena sigue siendo quien mantiene a su hijo ahí dentro. El hombre apenas recibe visitas de nadie más. La madre le manda 300 euros al mes para comida y otros 100 para teléfono y que así tenga la posibilidad de hablar con ella casi a diario. Esto le deja a ella apenas 500 euros para pasar el mes, de los cuales más de 200 son para pagarse la habitación de los domingos en Alcorcón. Con esto, Elena intenta ahorrar porque entre otras cosas pretende jubilarse pronto y la pensión que le quedaría sería de unos 800 euros al mes.
Verónica y su madre (autobús 412), horas extra para recuperar días libres y visitar a su padre

Fernando (nombre ficticio) dijo que sabía inglés y le encargaron el rol de traductor aunque lo tenía un poco oxidado. Por eso su hija, Verónica, de 35 años, le compra unos cuadernos con ejercicios de gramática anglosajona. Se los entrega en una sala luminosa de paredes decoradas con un mural de submarinos y algas, una mesa con cuatro sillas y juguetes para niños. Será la primera vez que puedan tocarse desde la entrada en prisión de él, que trabajaba como comercial de maquinaria de obra pública. Hora y media. Ella viene de desde otra comunidad autónoma sin que se entere nadie más que su madre, que la acompaña en cada visita hasta la sala de espera. Los padres de Verónica están divorciados y la condición de expareja ha impedido a la madre acceder a las citas cara a cara durante más de dos meses.
Verónica hace de portavoz. Ellas alegan que la condena es injusta y están decepcionadas con el primer abogado, al que despidieron. Verónica sintió alivio cuando comprobó que la cárcel de Valdemoro no era como las de las películas americanas. Nunca se le ocurrió llevarle ropa al padre porque pensaban que los presos iban con un pijama de rayas.
Ambas llegan en el autobús 412 que cogen en Villaverde a las 8.15 de la mañana. “Cuando vemos la torreta ya no podemos dejar de mirarla”, dice la madre, que porta una bolsa con ropa de prendas de verano.

La situación emocional de él es delicada. Algo que, dicen, les repercute a ellas. Los principios de sus encuentros son el momento más sentido. “Hay que dejarle hablar, que se explaye. Tiene mucho ahí callado”, apunta. Cada vez que viene ha de pedirse días libres pues en su empresa desconocen esta circunstancia personal. “Para saldar los días perdidos hago horas extra en otras jornadas”, explica. “El tema económico es algo de lo que no se habla. Cuando caen presos hay un sueldo menos en casa, ahora mismo solo trabajo yo y tenemos más gastos si cabe”, afirma.
Al despedirse, su padre le entrega dos Aquarius para que lleven mejor la caminata bajo el sol de mediodía a más de 35 grados y sin una sola sombra. Ella se lo agradece y se emplazan hasta mañana sábado, cuando tendrán una visita ordinaria en las cabinas. Verónica confiesa que para mañana tiene una sorpresa. Quiere que su padre lea también en castellano y le ha comprado un best seller de autoayuda, El Secreto, que ella irá leyendo a la par para tener algo más de lo que hablar cuando se vuelvan a ver.

Adolfo (cercanías y uber), 42 años de cárcel al son de las drogas

El padre de Adolfo, un cordobés trabajador, regresó a su casa “lleno de orgullo” el día que acabó de construir la cúpula de la cárcel de Carabanchel. Aquel día el hombre todavía desconocía que acababa de poner la primera piedra de una historia familiar que 60 años después sigue escribiéndose entre rejas. Primero el hijo mayor, Joaquín, conocido como El Happy, más tarde el propio Adolfo, y por último el más pequeño permanecerían años encerrados “en trullos”. Los dos mayores llegaron a estar presos en la cárcel de Carabanchel, que había contribuido a construir su padre y que, por la enorme amplitud de la bóveda y las galerías, era para Adolfo, de 58 años, la cárcel “más parecida a la libertad” de todas en las que estuvo entre los 19 y los 32 años. Cuando estaba dentro, Adolfo miraba el techo e imaginaba a su padre tapando el último agujero.
Hace 23 años que Adolfo es un hombre libre. Sin embargo, con la misma naturalidad que cuando era un niño interiorizó la rutina de acompañar a su madre y sus hermanas para ver a Joaquín, el hermano mayor -hasta el punto de “querer emularle” y que aquello le pareciera un juego-, Adolfo va pasando los controles de seguridad en Valdemoro que le conducen hoy hasta la cabina donde le espera su hermano pequeño que acumula una pena de diez años de condena. “Ya no siento nada”, confiesa al llegar.
Ellos tres son los tres varones de los siete hijos que tuvieron sus padres en una casa baja de Entrevías que aún conservan. “Somos un matriarcado, si mi familia no se ha desestructurado es por las mujeres, por mis hermanas. Ellas han tirado de nosotros”, reconoce. Con ellas se turna Adolfo las visitas a Valdemoro.
Adolfo y Joaquín son hijos de los años más duros de la heroína, así como ahora el hermano pequeño lo es del boom de la cocaína. “Yo pasé de estar jugando a indios y americanos con 12 años a desparramar en bares con 13. Con 14 me sobraban mil pesetas y las usé para meterme mi primer pico de heroína”, cuenta. Así se convirtió en un delincuente precoz, con el pelo rizado, los vaqueros Jesus ajustados y las zapatillas Yumas con las que daba esquinazo a la policía, cuando todavía pesaba 50 kilos y le llamaban el Huesos.

A Adolfo le acompaña en el trayecto su pareja, llamada Conchi. A Conchi la conoció el día que le detuvieron por primera vez, una tarde en la que los dos bajaron de Entrevías a Villaverde junto a varios primos, cruzando las vías del tren, para atracar un bar al que ninguna banda en Madrid había logrado hincar el diente. Tenían 15 años. Cuando Adolfo cayó preso a los 19 perdieron el contacto. Él la encontró por Facebook en 2024. Conchi también había pasado temporadas en la cárcel y al igual que él, fue toxicómana. “Si te hubiera conocido enganchada no me habría ido contigo”, le dice. Sellaron el amor el 24 de abril de 2024 con un tatuaje que ambos llevan en el brazo. Una tarde, Adolfo la invitó a su casa. Cuando estaban en el patio, ella se fijó en una vieja bicicleta verde:
-Me suena mucho. ¿De quién es?
-De mi hermano.
-¿Qué hermano?
-El que está preso en Valdemoro.
-No me jodas… No sabía que era tu hermano. Yo era la que le llevaba las pastillas para que las vendiera.
Según la encuesta sobre Salud y Consumo de Drogas en Población Interna en Instituciones Penitenciarias que elabora cada cinco años el Ministerio de Sanidad concluyó que el 75% de los reclusos había consumido drogas en su vida, y que el 53% lo había hecho el mes anterior a ingresar en un centro penitenciario.
Vuelta a Elena: “Todos los familiares estamos solos en esto”

La cárcel es esa estructura de muros altos, cercas metálicas y celdas que empieza a asomar cuando va llegando al final de la ladera, pero la cárcel también pueden ser las circunstancias que cada uno arrastra consigo mismo sin más remedio. Elena ha sido y sigue siendo una mujer atravesada por las decisiones de los demás.
—¿Qué le vamos a hacer? ¿Qué le vamos a hacer? —, ese es el latiguillo que repite a cada rato, como convenciéndose de que no hay que luchar contra aquello que queda fuera de nuestro control.
Cuando sale de la visita, vuelve a hacer el recorrido a la inversa. Recorre a pie el kilómetro y medio que la separa de la parada de bus, de ahí a Villaverde y a continuación, viaja hasta un municipio de la periferia de Madrid donde tiene alquilada la habitación en la que duerme los domingos. Elena suele comer algo poco elaborado y se tumba en la cama “para hacer nada”. Esas son sus únicas horas libres de la semana. A veces va a la iglesia, “porque ahí descargo mi alma, que está muy cargada”. Si tiene ánimo, abre la mochila donde lleva la ropa sucia de su hijo y saca las flores que antes recogió en su camino a la cárcel. No sabe sus nombre ni qué especie son, y tampoco le importa. Elena las guarda en una caja de cartón, y poquito a poquito, “cuando se secan”, las prensa con unas láminas de plástico para guardará en el armario. Es la forma que Elena ha elegido de escribir su propia biografía. Ella no sueña como su hijo con escribir un libro, solo quiere dejar constancia de su periplo en este mundo con algo físico y palpable, recordarse a sí misma su propia existencia:
-Cuando estás esperando para entrar a la cárcel, te fijas en la gente y ves que están todos como tú—, dice Elena
-¿Y eso cómo es?
-Pues que no están bien.
-¿Y habláis entre los familiares?
-No, no, yo estoy ahí sola, todos estamos solos en esto.

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