El crimen organizado se extiende ya por todos los rincones de la Costa del Sol

Frente al lugar donde hace poco más de una semana la sangre de dos hombres fornidos regaba las baldosas, dos matrimonios de jubilados (los únicos españoles a la vista) saborean un espeto, tres cañas y un Verdejo. Las letras del bar irlandés, el Monaghan’s, en pleno paseo marítimo de Fuengirola (Málaga), ya no existen. Como si haberle quitado el nombre al local donde se cometió uno de los crímenes más escandalosos de la Costa del Sol este año, borrara de una vez lo que pasó ahí dentro. Familias que arrastran sillas de playa pasan por su puerta y no se detienen. A un lado corre la cerveza y las sardinas, algunas botellas de champán con bengalas para celebrar cumpleaños en inglés, happy hour, cigarros mentolados, los camareros abrazan a las clientas, rugen los deportivos, suena rock, se cocinan al sol decenas de turistas sin necesidad de que haya llegado aún el verano. “Esto no es Marbella. Aquí no pasan esas cosas”, zanja un hostelero que pide que su nombre no aparezca. Como si las balas conocieran de fronteras comarcales, como si el sicario que mató a dos hombres con las terrazas a rebosar un sábado por la noche hubiera sido un espejismo. Como si en la joya del turismo español quedara algún rincón a salvo de la violencia del narcotráfico.

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 El asesinato a tiros de dos gánsteres escoceses en pleno paseo marítimo de Fuengirola revela una cara nueva de la violencia del narco en vísperas del verano  

Frente al lugar donde hace poco más de una semana la sangre de dos hombres fornidos regaba las baldosas, dos matrimonios de jubilados (los únicos españoles a la vista) saborean un espeto, tres cañas y un Verdejo. Las letras del bar irlandés, el Monaghan’s, en pleno paseo marítimo de Fuengirola (Málaga), ya no existen. Como si haberle quitado el nombre al local donde se cometió uno de los crímenes más escandalosos de la Costa del Sol este año, borrara de una vez lo que pasó ahí dentro. Familias que arrastran sillas de playa pasan por su puerta y no se detienen. A un lado corre la cerveza y las sardinas, algunas botellas de champán con bengalas para celebrar cumpleaños en inglés, happy hour, cigarros mentolados, los camareros abrazan a las clientas, rugen los deportivos, suena rock, se cocinan al sol decenas de turistas sin necesidad de que haya llegado aún el verano. “Esto no es Marbella. Aquí no pasan esas cosas”, zanja un hostelero que pide que su nombre no aparezca. Como si las balas conocieran de fronteras comarcales, como si el sicario que mató a dos hombres con las terrazas a rebosar un sábado por la noche hubiera sido un espejismo. Como si en la joya del turismo español quedara algún rincón a salvo de la violencia del narcotráfico.

En la provincia de Málaga no ha habido desde el pasado Viernes Santo una semana de tregua. La Policía ha registrado siete tiroteos, cuatro hombres asesinados y otros tantos heridos. La facilidad de gatillo no es nueva en la provincia, pero sí que el terror se haya desplazado hacia zonas más familiares, como Fuengirola, donde dos hombres fueron acribillados en una terraza llena de gente, la noche de la final de la Champions, en el mismísimo paseo marítimo. Una cámara que grabó el momento, al estilo Medellín o Ciudad de México, ha pulverizado la creencia general de que es “solo entre ellos”, de que eso, a los que viven ahí y no se dedican a nada raro, no les afecta. Esta primavera de tiroteos y ajustes de cuentas ha revivido los fantasmas de los peores años, en 2018 y 2019, con una veintena de cadáveres en las calles provocados por ajustes de cuentas de múltiples factores entre las decenas de bandas del crimen organizado. Asentadas muchas aquí desde los sesenta a la vista de todos, cuando el franquismo impulsó un resort para disfrute de la jet set delincuencial y que en la última década se les ha ido de las manos.

La noche en que Luis Enrique levantaba la Copa de la Champions y se la dedicaba a su hija fallecida con nueve años, en el momento preciso en el que medio mundo se emocionaba con la celebración de un padre que volaba por los aires empujado por sus jugadores en un estadio lejano, un hombre encapuchado se bajó de un coche aparcado en la zona más concurrida de Fuengirola. Eran las 23.30 del sábado 31 de mayo. Y ahí, con las televisiones todavía encendidas, el hombre de la capucha llegó hasta la mesa de Eddie Lyons Jr. y Ross Monaghan y le disparó a bocajarro en el pecho a uno de ellos. Ross corrió hacia adentro del establecimiento, quién sabe si buscando un refugio en los baños. En el vídeo publicado en el Scotish Sunse ve a otro hombre correr entre el sicario y el escocés. Cómo se cae, se choca con la pared, tropezando por la seguridad de que una de esas balas iba a tragársela él también. Pero no. El encapuchado, como en una cacería, sabía bien el nombre que llevaban escritos esos proyectiles que terminaron cercenando hasta en cuatro ocasiones el abdomen del hombre de la camiseta blanca. “La policía nos ha dicho que no digamos una palabra a la prensa”, zanja la dueña del negocio.

En su pueblo no los encontraron para matarlos. Tuvieron que venir hasta Fuengirola. El crimen de los escoceses ha trasladado una guerra de cárteles de Glasgow hasta la Costa del Sol. Como antes sucediera con las mafias suecas, marsellesas o irlandesas. A Ross habían intentado asesinarlo en su país en 2017, cuando había ido a llevar a su hija a la escuela, explicaba la BBC, que como diferentes medios británicos, se hizo eco de la noticia de ese sábado. La bala de entonces solo le alcanzó el hombro. Y, según la prensa escocesa, él y su socio, capos de la legendaria banda de los Lyons, habían decidido desplazarse hasta el lugar donde se hacen los negocios de la droga en Europa: la Costa del Sol. Una batalla que se recrudeció este marzo en Escocia, con una serie de ajustes de cuentas entre pandillas que terminó con 30 detenidos, y culminó a 3.000 kilómetros de su lugar de origen: con la sangre de los dos capos sobre el paseo Marítimo Rey de España, número 206. Este viernes ha sido capturado en Liverpool (Reino Unido) el presunto sicario.

Fuengirola no es Marbella. Aunque para un forastero resulta casi imposible distinguir en esta lengua de tierra de 90 kilómetros entre el mar y la montaña, de apartamentos apretados, chalets que se comen los cerros y decenas de hombres y mujeres cuyo único empleo aparente es el de ir al gimnasio, en qué municipio se encuentra. Lo único que separa de un vistazo Fuengirola de otros puntos más exclusivos de la Costa del Sol es el dinero. Y son los 21.200 millones de euros que ingresa del turismo de esta comarca lo que vertebra no solo su economía, sino también sus pesadillas. El plomo que asola desde hace años a la zona, reconvertida en la sede global no solo del sol y de la playa, sino también de más de 100 bandas del narcotráfico internacional, según el Ministerio del Interior, es visto por muchos residentes como un peaje, el precio a pagar por seguir ganando dinero en uno de los puntos más codiciados del turismo en Europa.

Nadie quiere mirar a la esquina del bar sin nombre. Como tampoco nadie quiere saber nada del motivo por el cual cosieron a balazos a un británico a finales de abril al salir de un partido de fútbol con amigos en el club deportivo Naundrup, en una zona de casas acomodadas en Mijas (a media hora en coche de ese lugar). Ni se sabe nada de quién lloró al cadáver de otro hombre que apareció maniatado, con signos de tortura y en estado de descomposición, en una finca en ese mismo municipio, solo 48 horas después. Los más jóvenes siguen llenando las discotecas, pese a que una pequeña discusión puede terminar en una bronca a tiros.

En la Costa del Sol, la percepción de la seguridad se parece más a la de una localidad caribeña devorada por el turismo y el narco que la de cualquier otro rincón de España, que se enorgullece de ser uno de los países más seguros del mundo. Así, los que viven y trabajan aquí se han apropiado del lenguaje que impone la violencia: “Aquí es seguro, allí [a 20 minutos], no”; “se matan entre ellos”; “los que mueren algo habían hecho”. Se utilizan verbos y expresiones que para alguien de Toledo o Valladolid resultan ajenas: un vuelco de droga (robar la mercancía a un rival); “eliminar” a alguien, en lugar de asesinarlo. Cualquiera sabe que con el coche no debe provocar un enfrentamiento, algo que en otras partes se resolvería con cuatro insultos, aquí no sabes con quién te estás metiendo. Las familias de toda la vida de Marbella ya no van a Puerto Banús o a cenar a uno de los restaurantes de Nueva Andalucía porque viven esquivando las zonas donde se los pueden encontrar.

“Aun así, la gente no es muy consciente. Y cuando pasan estas cosas, la mayoría prefiere no hablar mal de la zona, porque daña nuestra imagen”, cuenta el socio fundador de la asociación de vecinos Marbella Activa, Javier Lima. “El problema es que cuando haces como que no pasa nada, lo normalizas”, continúa. “El respeto por la vida que tenemos en Europa se puede perder, pasar de un lado al otro no es tan difícil”, advierte Lima.

Ningún responsable del Ayuntamiento de Fuengirola, ni tampoco de Mijas y Marbella, han querido contestar las preguntas de este diario sobre los últimos tiroteos. La alcaldesa de Fuengirola, Ana María Mula, hacía estos días malabares para no hablar del asesinato de los escoceses y pedir al mismo tiempo en un acto público más recursos al Estado para combatir al crimen organizado. Una petición que se suma a las exigencias de las fuerzas y cuerpos de seguridad de la zona, que llevan advirtiendo años de la facilidad de adquirir un arma de fuego. “Ya en cualquier registro, por menor que sea el delito, hay armas. A priori las tienen para defenderse de otras organizaciones… Pero estamos en el límite de que las utilicen contra nosotros o cualquier ciudadano que pase por al lado sin tener nada que ver”, advierte un policía a EL PAÍS.

En un tiroteo reciente en Marbella, una bala perdida terminó impactando en la carrocería de un Uber que estaba aparcado en la puerta de una discoteca con su conductor dentro. “Casi mata a un civil”, avisa un agente. “Y lo peor es que al final todo esto les sale muy barato”, indican varias de las fuentes consultadas. Aclaran que las escasas penas por los asesinatos y la lentitud de la justicia —que en muchos casos acaba rebajando aún más los años de prisión— son causa de permanente cabreo entre las fuerzas policiales. En muchos casos, los investigadores pasan meses o años tras un grupo de narcos que, una vez detenidos, pasan poco tiempo en prisión provisional o incluso la evitan gracias a errores judiciales, como ocurrió hace pocas semanas con tres de los detenidos en la Operación Epicúreo.

Casi todos saben diferenciarlos e incluso algunos se las apañan para evitar atraerlos. “Intentas cosas… Me he dado cuenta de que un truco para que no vengan al restaurante es usar una decoración más femenina”, cuenta un chef de una de las zonas más acaudaladas de Marbella, Nueva Andalucía. Casonas entre palmeras a unos metros de Puerto Banús donde todos saben que ahí duermen los que cuando quieren se matan a tiros. Ese mismo chef recuerda una escena en una rotonda de camino a su negocio: “La policía había abierto el maletero de uno de esos cochazos que llevan. Bien, pues ahí había por lo menos cuatro kaláshnikov”, remata. Lo más complejo de esta zona es que cualquiera de las decenas de personas que trabajan para el crimen organizado puede ser tu vecino.

Un agente inmobiliario que vende casas a los millonarios de todo el mundo que, especialmente después de la pandemia, deciden instalarse largas temporadas en la costa, zanja las preguntas sobre si la inseguridad le está afectando a su negocio: “Para muchos de los que venimos de fuera, nuestros países son más inseguros que este. Hay más tiroteos allí que aquí”. Y asegura que lo que sucede fuera de estas fortalezas a ellos no les afecta, todavía no. El director de Marketing y Comunicación de Higuerón Resort, Luis García, uno de los complejos hoteleros más exclusivos de la provincia, asegura que la marca de la Costa del Sol sigue siendo atractiva para el turismo, aunque reconoce: “Por supuesto que las incidencias que han ocurrido no son positivas para el destino, pero son situaciones aisladas y fuera de la vida cotidiana de nuestros residentes y visitantes, ligado a colectivos que nadie queremos en nuestro entorno”.

Los que viven y trabajan en la Costa del Sol saben que el cóctel de narco y turismo, allí donde se ha intentado, nunca ha salido bien. Existen numerosos ejemplos en el mundo donde las balas pasaban rozando las sombrillas, primero, y después la sangre terminaba enturbiando las aguas cristalinas sin que una autoridad consiguiera para ese entonces controlar el monstruo. Un animal, que en el caso paradójico de este rincón del sur de España, tiene además un centenar de cabezas y otros cientos de brazos armados, donde una bronca en Glasgow, en Marsella o en Ámsterdam, puede detonar el terror a unos metros de una familia en Málaga sin que una autoridad pueda hacer nada para impedirlo. Un hostelero que prefiere no hablar más del tema por teléfono advierte: “Claro que estamos preocupados, lo que pasa es que muchos no lo van a reconocer. Pero lo que ha pasado en el Monaghan’s y lo que pasa en Marbella nos puede pasar a cualquiera”.

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