Este mapa te permite saber cuánto contamina tu ciudad

Durante décadas, los compromisos climáticos del mundo se han
basado en una paradoja: dependemos de los datos que los propios países declaran
sobre sus emisiones. Un sistema que, aunque bienintencionado, se parece más a
un examen donde cada alumno corrige su propio examen. Pero ahora, esa opacidad tiene un nuevo observador: Climate TRACE,
una alianza global que utiliza inteligencia artificial, satélites y datos
abiertos para rastrear, con una precisión sin precedentes, las emisiones de
gases
de efecto invernadero en tiempo real.

Fundado en 2020 por un grupo que incluye a Gavin McCormick, un
experto en sistemas tecnológicos de detección, Al Gore, y un consorcio de
universidades y organizaciones tecnológicas, el proyecto tiene un objetivo
ambicioso: medir todas las emisiones de la Tierra, sin depender de los
gobiernos
. Y lo está logrando. Según sus últimos informes, Climate TRACE ya rastrea
más de 352 millones de fuentes individuales de contaminación, desde refinerías
de petróleo hasta centrales térmicas, minas, fábricas, buques y aviones.

El sistema combina miles de millones de datos provenientes de unos
300 satélites de observación (NASA, ESA, Planet Labs, entre otros) con más de
11.000 sensores terrestres y modelos climáticos.
Cada píxel de una imagen satelital, de un campo agrícola, una chimenea
industrial o un glaciar, se convierte en una fuente de información:
temperatura, radiación, concentración de gases, cambios en la vegetación o en
el color del mar.

A partir de esos datos, los algoritmos identifican patrones
invisibles al ojo humano. Por ejemplo, un aumento sutil de dióxido de azufre
que delata una refinería activa o la huella térmica de una mina de carbón
recién reabierta
y la traza de metano que escapa de un oleoducto en Siberia o
de una planta de gas en Texas.

Como explica Gavin McCormick: Podemos ver quién está
contaminando, cuánto y desde dónde, sin que nadie tenga que decírnoslo
. El sistema cruza los datos satelitales con modelos atmosféricos y algoritmos de
reconstrucción inversa, una técnica que permite calcular el origen de un gas a
partir de su dispersión, para estimar emisiones en una escala que va del país a
la instalación individual.

Tradicionalmente, los inventarios de emisiones se construían
con datos indirectos: cuánto carbón se compró, cuánta gasolina se quemó,
cuántos animales había en una granja. Climate TRACE cambia esa lógica. Ya no se trata de estimar por consumo, sino de observar directamente la
atmósfera.

Esto significa que los informes climáticos ya no dependen de
la voluntad política ni del retraso administrativo. Un país puede tardar dos
años en reportar sus emisiones; Climate TRACE lo hace en semanas. Además, al ser una coalición sin ánimo de lucro respaldada por científicos de la Universidad de Oxford, la Universidad de Stanford, Johns Hopkins, el MIT
y otras instituciones, sus datos son públicos y verificables.

El impacto de esta transparencia es profundo, más allá de la
curiosidad cartográfica. Por primera vez, empresas y gobiernos pueden ser
auditados desde el espacio. Y no solo para denunciar, sino para mejorar. Varias
compañías energéticas ya han utilizado los datos de Climate TRACE para detectar
fugas de metano
o ineficiencias en sus procesos industriales antes de que se
conviertan en problemas mayores.

Los primeros análisis del proyecto mostraron algo revelador:
las emisiones globales no provienen principalmente de países, sino de un número
sorprendentemente pequeño de infraestructuras. Apenas 500 instalaciones
industriales (centrales eléctricas, refinerías, acerías, cementeras y
yacimientos de gas) son responsables de más de 14 % de todas las emisiones del
planeta.

También detectaron fugas masivas de metano, un gas con un
potencial de calentamiento 80 veces mayor que el CO₂, especialmente en zonas
donde antes no había monitoreo. En 2023, por ejemplo, los satélites que utiliza
Climate TRACE detectaron una fuga equivalente al consumo anual de gas de
Francia entero.

Estos datos no solo reconfiguran la diplomacia climática, sino
que ponen nombres y coordenadas a la contaminación. Ya no hablamos de
“emisiones chinas” o “estadounidenses”, sino de instalaciones específicas, con
fechas, responsables y tendencias mensuales.

Pero el poder de esta herramienta también plantea preguntas
éticas y geopolíticas: ¿Podría usarse para sancionar países o empresas en
tiempo real?
¿Podría abrir la puerta a un nuevo tipo de diplomacia ambiental basada en datos
y no en promesas?

De momento, lo que está
claro es que la atmósfera ya no guarda secretos. Y que cada vez que una central quema carbón, un oleoducto pierde gas o un
bosque desaparece, la inteligencia artificial lo ve, lo mide y lo registra.
 Gracias a una red de más de 300 satélites y 11.000 sensores permite saber, en tiempo real los niveles y tipos de contaminantes.  

Durante décadas, los compromisos climáticos del mundo se han basado en una paradoja: dependemos de los datos que los propios países declaran sobre sus emisiones. Un sistema que, aunque bienintencionado, se parece más a un examen donde cada alumno corrige su propio examen. Pero ahora, esa opacidad tiene un nuevo observador: Climate TRACE, una alianza global que utiliza inteligencia artificial, satélites y datos abiertos para rastrear, con una precisión sin precedentes, las emisiones de gases de efecto invernadero en tiempo real.

Fundado en 2020 por un grupo que incluye a Gavin McCormick, un experto en sistemas tecnológicos de detección, Al Gore, y un consorcio de universidades y organizaciones tecnológicas, el proyecto tiene un objetivo ambicioso: medir todas las emisiones de la Tierra, sin depender de los gobiernos. Y lo está logrando. Según sus últimos informes, Climate TRACE ya rastrea más de 352 millones de fuentes individuales de contaminación, desde refinerías de petróleo hasta centrales térmicas, minas, fábricas, buques y aviones.

El sistema combina miles de millones de datos provenientes de unos 300 satélites de observación (NASA, ESA, Planet Labs, entre otros) con más de 11.000 sensores terrestres y modelos climáticos. Cada píxel de una imagen satelital, de un campo agrícola, una chimenea industrial o un glaciar, se convierte en una fuente de información: temperatura, radiación, concentración de gases, cambios en la vegetación o en el color del mar.

A partir de esos datos, los algoritmos identifican patrones invisibles al ojo humano. Por ejemplo, un aumento sutil de dióxido de azufre que delata una refinería activa o la huella térmica de una mina de carbón recién reabierta y la traza de metano que escapa de un oleoducto en Siberia o de una planta de gas en Texas.

Como explica Gavin McCormick: Podemos ver quién está contaminando, cuánto y desde dónde, sin que nadie tenga que decírnoslo. El sistema cruza los datos satelitales con modelos atmosféricos y algoritmos de reconstrucción inversa, una técnica que permite calcular el origen de un gas a partir de su dispersión, para estimar emisiones en una escala que va del país a la instalación individual.

Tradicionalmente, los inventarios de emisiones se construían con datos indirectos: cuánto carbón se compró, cuánta gasolina se quemó, cuántos animales había en una granja. Climate TRACE cambia esa lógica. Ya no se trata de estimar por consumo, sino de observar directamente la atmósfera.

Esto significa que los informes climáticos ya no dependen de la voluntad política ni del retraso administrativo. Un país puede tardar dos años en reportar sus emisiones; Climate TRACE lo hace en semanas. Además, al ser una coalición sin ánimo de lucro respaldada por científicos de la Universidad de Oxford, la Universidad de Stanford, Johns Hopkins, el MIT y otras instituciones, sus datos son públicos y verificables.

El impacto de esta transparencia es profundo, más allá de la curiosidad cartográfica. Por primera vez, empresas y gobiernos pueden ser auditados desde el espacio. Y no solo para denunciar, sino para mejorar. Varias compañías energéticas ya han utilizado los datos de Climate TRACE para detectar fugas de metano o ineficiencias en sus procesos industriales antes de que se conviertan en problemas mayores.

Los primeros análisis del proyecto mostraron algo revelador: las emisiones globales no provienen principalmente de países, sino de un número sorprendentemente pequeño de infraestructuras. Apenas 500 instalaciones industriales (centrales eléctricas, refinerías, acerías, cementeras y yacimientos de gas) son responsables de más de 14 % de todas las emisiones del planeta.

También detectaron fugas masivas de metano, un gas con un potencial de calentamiento 80 veces mayor que el CO₂, especialmente en zonas donde antes no había monitoreo. En 2023, por ejemplo, los satélites que utiliza Climate TRACE detectaron una fuga equivalente al consumo anual de gas de Francia entero.

Estos datos no solo reconfiguran la diplomacia climática, sino que ponen nombres y coordenadas a la contaminación. Ya no hablamos de “emisiones chinas” o “estadounidenses”, sino de instalaciones específicas, con fechas, responsables y tendencias mensuales.

Pero el poder de esta herramienta también plantea preguntas éticas y geopolíticas: ¿Podría usarse para sancionar países o empresas en tiempo real? ¿Podría abrir la puerta a un nuevo tipo de diplomacia ambiental basada en datos y no en promesas?

De momento, lo que está claro es que la atmósfera ya no guarda secretos. Y quecada vez que una central quema carbón, un oleoducto pierde gas o un bosque desaparece, la inteligencia artificial lo ve, lo mide y lo registra. Noticias de Tecnología y Videojuegos en La Razón

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