José Luis Rivera, experto: “El bosque te delata al tigre. El silencio solo se rompe por las ramas que aparta él”

La silueta del tigre antropófago 'Ustad', en una imagen cedida.

Las redes sociales han revelado que los hombres tienen una extraña propensión a pensar en el Imperio romano. ¿Cuál es el tuyo? Varias firmas de EL PAÍS cuentan en esta serie aquello en lo que no pueden dejar de pensar y buscan lo que hay detrás. Esta entrega trata de entender por qué un animal como el tigre genera tanto misterio y atracción.

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 El avistamiento de este gran felino, del que quedan unos 3.680 ejemplares en la India, es un reto: “Es solitario, pero su presencia se nota”, dice un experto  

Las redes sociales han revelado que los hombres tienen una extraña propensión a pensar en el Imperio romano. ¿Cuál es el tuyo? Varias firmas de EL PAÍS cuentan en esta serie aquello en lo que no pueden dejar de pensar y buscan lo que hay detrás. Esta entrega trata de entender por qué un animal como el tigre genera tanto misterio y atracción.

Lo vi en una de las salas del templo. Había cientos de esculturas, y vi que a Ganesh, el dios elefante, le faltaba un colmillo. Mejor dicho, lo tenía partido. “El Mahabharata, ¿sabes?, el libro sagrado, lo escribió Ganesh al dictado. Pero se le acabó la tinta y tenía tanta prisa que se partió un colmillo y escribió con él. Es el dios de la buena suerte. También es escritor”, resumió el guía. “¿A dónde vais luego? ¿Al parque natural? ¿Habéis visto al tigre?“, dijo: ”Tenéis que verlo”.

Habíamos viajado a la India para asistir a una boda en Bombay. ¿Cuánto hacía de aquello? La ceremonia interminable, los vestidos, las fotos, los bailes y la ciudad llena de coches, bocinas, trenes y luces eran un recuerdo lejano, y solo habían pasado dos semanas.

Habíamos cambiado la selva de la ciudad por otra, la de verdad, en el Estado sureño de Kerala, donde esperábamos ver animales. Teníamos la esperanza de ver monos y pájaros raros, también elefantes —nos dijeron que, tan grandes como son, no habría problema—, pero nos advirtieron de que con el tigre sería difícil.

La idea de ver al tigre entró en nuestro cuerpo sin que lo notásemos, al principio un hormigueo. Pero la fiebre fue subiendo y se convirtió en una obsesión. Necesitaba verlo. ¿Por qué? ¿Qué tenía de especial para que no dejase de pensar en él? Sus rayas, quizás: le convierten en las sombras de la selva y le permiten andar con extremo sigilo antes de lanzarse, a la vez que son la prueba de que no renuncia a la belleza. Quizá sus gestos, de gato grande que tampoco renuncia a la pereza. Quizá pensaba tanto en él por su mirada, de quien lo sabe todo y no juzga. Quizá porque le recuerdo observándome desde una foto recortada que había en un armario de casa.

O quizá pensaba tanto en él por su dominio inapelable. “El bosque te delata al tigre. Primero se escucha el alarido de un langur o de una urraca. Luego todo calla, es espectacular. En 20 segundos que se te hacen eternos, el silencio solo se rompe por las ramas que aparta él”, explica José Luis Rivera, uno de los mayores expertos sobre este animal, autor de Los senderos del tigre (Perdix Ediciones).

Para callar una selva hay que tener mucho poder, y eso que este gran felino ha estado al borde de la extinción: de los 100.000 que había cuando a principios de siglo XX, llegaron a reducirse a unos pocos centenares, a causa de la caza furtiva y de la difícil convivencia con los humanos: algunos, normalmente los enfermos o heridos como el tigre del Libro de la selva, se han hecho famosos por cazar humanos desprevenidos. Ahora hay más de 3.680 panthera tigris tigris en la India. Rivera ha visto más de 100. “El tigre es solitario, es muy difícil verlo. Pero su presencia se nota. Su orín tiene un olor muy fuerte”, dice, acordándose de uno que le perdonó la vida pero decidió marcar territorio.

En el aire había esa mezcla de excitación, urgencia y pena del final del viaje. Ya se había hablado de todo y sin embargo no se paraba de hablar. Buscábamos un broche que no llegaba. Con los ojos muy abiertos, buscábamos una señal. El delirio fue tal que, al pasar por una ciudad, uno de nosotros se fue y volvió con un tatuaje: un tigre.

Pero queríamos el de verdad, y a la mañana siguiente volvimos a la selva. Estábamos muy cerca. Cualquier atisbo de sombra entre los árboles erizaba la piel. Pájaros, monos e insectos se conjuraron para sacarnos de quicio. Como una escultura, yacía el cráneo de un enorme buey, cubierto de musgo. “Es el tigre. Solo lo puede haber hecho él”, dijo el guía. Dios mío. Luego, en el camino, las huellas frescas de sus patas. “No hace mucho que ha pasado por aquí”, sonrió. ¿Nos está viendo? Me pareció escuchar un susurro: shere khan, shere khan

No lo vimos. Ni tigre, ni siquiera un triste elefante. Frustrados, decidimos apostarlo todo a la última carta: una excursión de noche. El plan era acompañar a un grupo de guardas que vigilan un bosque de sándalos contra la tala ilegal. Uno joven, llamado Ambareesh, nos dio unas linternas para reflejar la luz en los ojos del animal. De pronto una docena nos devolvió la mirada. Ciervos. Casi. Cualquier rumor parecía un acercamiento. Todo nos miraba, todo era una cosa y la contraria, el tiempo se encogía y se expandía. Shere khan, shere khan

“Ahí está”, dijo el guarda.

Una masa blanquecina, una segunda luna. Un enorme culo de elefante. La decepción dio paso a una sorpresa feliz. Ante nosotros había un gran paquidermo solo, comiendo hierba, moviendo las orejas, ajeno a nuestros nervios. “No tiene colmillos”, dijo el guarda. Miré al animal con pavor, como se debe mirar a una divinidad. “Eso indica que es una hembra”, aclaró.

La conocían bien. Ambareesh me contó que le habían puesto nombre, D99, que tuvo una hija que había muerto hacía dos semanas, y que estuvo varios días sin comer, paralizada por la tristeza. “Dos machos han venido a verla estos días, pero no quiere a nadie. Ahora está sola”, dijo.

Al final no vimos ningún tigre. La verdad es que pienso mucho en él. Lo adivino entre el tráfico, alguna vez creo que he visto su cola entre los árboles de las colinas de Barcelona, y sus ojos en alguna fiesta. Algún día lo veré. Pero también pienso mucho en D99, en cómo cuando la vimos de pronto en la noche, sola y comiendo, nos inundó con su ternura.

Me quedaba una pregunta por hacerle a Ambareesh. ¿De todos los animales que has visto, en cuál piensas más? “En el tigre”, me dijo sin dudar: “¿Todavía no lo has visto?”.

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