De toda la vida las Princesas Disney estaban atrapadas en la maldición de turno hasta que un príncipe azul les daba un beso de amor verdadero y las despojaba de tal infortunio. Fue así una y otra vez hasta que en 2013 llegó Jennifer Lee, escribió Frozen y nos dejó a todos con el culo torcido cuando sustituyó el beso del príncipe por un beso -también de amor verdadero- entre dos hermanas. Ese beso fraterno -y su éxito en taquilla- cambió muchas cosas en Disney. Ese nuevo Disney construyó a partir de entonces una nueva generación de princesas adecuadas al siglo que las veía nacer. Elsa, Vaiana o Raya son muy distintas a Blancanieves, Cenicienta o Ariel. Qué gusto verlas dar tortazos, oye. Qué bien que las cosas cambien a mejor en unas ficciones que -nos guste o no- constituyen el imaginario colectivo de medio mundo. Porque ninguna Princesa Disney existe en el mundo de verdad pero es una evidencia que tienen el poder de modificarlo pues la ficcialidad es algo indiscutible. La ficcialidad es la relación bidireccional entre la ficción y la realidad: la ficción se basa en la realidad… y -¡ojo aquí!- la realidad se basa en la ficción. Las historias que llevamos contándonos desde los albores de la humanidad han configurado y configuran nuestra mirada para con el mundo. Empezamos con cuentitos alrededor de un fuego y hemos acabado haciendo cine. Por eso fue tan importante ese beso de Frozen, porque le dijo a millones de niñas que no necesitaban el beso de ningún hombre para salir adelante.
Aquí estamos nosotros, arrodillados todos ante nuestro rey mientras compramos disfraces de princesa a nuestras inocentes criaturas
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos
Aquí estamos nosotros, arrodillados todos ante nuestro rey mientras compramos disfraces de princesa a nuestras inocentes criaturas

De toda la vida las Princesas Disney estaban atrapadas en la maldición de turno hasta que un príncipe azul les daba un beso de amor verdadero y las despojaba de tal infortunio. Fue así una y otra vez hasta que en 2013 llegó Jennifer Lee, escribió Frozen y nos dejó a todos con el culo torcido cuando sustituyó el beso del príncipe por un beso -también de amor verdadero- entre dos hermanas. Ese beso fraterno -y su éxito en taquilla- cambió muchas cosas en Disney. Ese nuevo Disney construyó a partir de entonces una nueva generación de princesas adecuadas al siglo que las veía nacer. Elsa, Vaiana o Raya son muy distintas a Blancanieves, Cenicienta o Ariel. Qué gusto verlas dar tortazos, oye. Qué bien que las cosas cambien a mejor en unas ficciones que -nos guste o no- constituyen el imaginario colectivo de medio mundo. Porque ninguna Princesa Disney existe en el mundo de verdad pero es una evidencia que tienen el poder de modificarlo pues la ficcialidad es algo indiscutible. La ficcialidad es la relación bidireccional entre la ficción y la realidad: la ficción se basa en la realidad… y -¡ojo aquí!- la realidad se basa en la ficción. Las historias que llevamos contándonos desde los albores de la humanidad han configurado y configuran nuestra mirada para con el mundo. Empezamos con cuentitos alrededor de un fuego y hemos acabado haciendo cine. Por eso fue tan importante ese beso de Frozen, porque le dijo a millones de niñas que no necesitaban el beso de ningún hombre para salir adelante.
Pudiera parecer entonces que todo bien con las nuevas princesas, pero las malditas princesas siguen siendo fatídicas para la construcción de un mundo más justo. Lo son porque cualquier justicia es contraria a la base estructural de cualquier princesa: la monarquía. En los últimos años (ya veremos cómo acaba todo esto en la era Trump) Disney se ha esforzado para que en sus películas haya más diversidad, una mejor representación racial, menos diferencia entre géneros… pero está lejos de abandonar la monarquía como base de sus historias. Porque en Disney son americanos y todo esto les da igual. La monarquía es para ellos una fantasía, un divertimento. Para nosotros, habitantes del Reino de España, es una realidad. Es real que un señor que nadie ha escogido va por ahí representándonos. Son reales los millones que nos dejamos anualmente para sustentar a ese señor y su familia. Son reales los miles de metros cuadrados de sus palacios, las vajillas, los cuadros. Es real también la fortuna en el extranjero del Emérito.
Me canso de leer noticias en los periódicos (también en este) de que si los reyes nosequé, de que si los reyes nosecuantos. Leo también infinidad de informaciones sobre qué hace y deshace la princesa Leonor. Leo tal cantidad de noticias que normalizan la mayúscula y antidemocrática injusticia de tener reyes y me pregunto: ¿Pero cómo puede ser posible tal aceptación popular? ¿Por qué no estamos pidiendo masivamente un referéndum sobre el tema? ¿Acaso somos idiotas? Son múltiples factores los que explican tal inactividad (algunos de los cuales requieren de mucho más que una columna para ser siquiera expuestos) pero tengo la certeza de que las malditas Princesas Disney son un mal mayor para el republicanismo. Las princesas de mentira nos han hecho creer que esto de tener princesas de verdad es normal e incluso divertido. A pesar de su beso fraternal Frozen consolidó -una vez más- esto de la monarquía como sistema indiscutible. Porque ningún personaje de Frozen, ni de Blancanieves, ni de la Sirenita ni del maldito Rey León se pregunta en ningún momento por qué leñes un señor o una señora reinan sobre ellos. Ni la cebra ni la jirafa ni ningún monito que pasara por ahí se preguntó jamás qué sentido tenía arrodillarse ante el nacimiento del nuevo rey de la sabana. Y claro, aquí estamos nosotros, arrodillados todos ante nuestro rey mientras compramos disfraces de princesa a nuestras inocentes criaturas. Si es que hay que ser idiotas.
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