Los hombres que no gritan gol: «Cuando digo que no me gusta el fútbol, me miran como a un marciano»

El psicólogo Ángel Sánchez, de 30 años, pertenece a una generación que creció entre mundiales, cromos de la Liga y tardes de Champions. Pero también forma parte de esa minoría silenciosa de hombres a los que el fútbol, simplemente, no les interesa. No lo rechaza con rabia, ni se burla del fervor ajeno. Lo suyo orbita más bien alrededor de la indiferencia. «Al principio igual me interesa diez o quince minutos, pregunto algo por quedar bien, lo típico de Messi o Cristiano… pero después me da mucha pereza. Me da igual», confiesa.

En España lo llaman el deporte rey por algo. Pocas son las cantinas nacionales que no se presten a televisar los grandes acontecimientos que marcan su agenda. Por no hablar de los encuentros europeos y mundiales en los que batalla el equipo patrio. Según el Global Sports Report 2025, el fútbol engancha a 19,7 millones de personas en España, cifras potentes que apenas han cambiado con los años y reflejan una fuerte brecha de género. Según el CSI de 2014, dos tercios de los hombres se sienten interesados por este deporte.

En un país donde el fútbol es conversación cotidiana, excusa social, marca identitaria y hasta termómetro emocional, declararse ajeno puede digerirse tal que una pequeña herejía. Así lo identifica Sánchez, que lo ha comprobado muchas veces, en distintos contextos, y ha fingido interés más de una vez para no quedarse fuera de la jugada. «Solo para integrarme», admite. «Porque hay gente que no habla de otra cosa que no sea fútbol. Y si no entras en eso, no tienes nada de qué hablar con ellos».

Sin fútbol no hay paraíso

El sociólogo y antropólogo de la UCM, Mariano Urraco, ve que el fútbol «sirve como elemento aglutinador, como elemento de cohesión, de identidad y de grupo en sociedades cada vez más fragmentadas». El experto interpreta este fenómeno como una necesidad gregaria en sociedades fragmentadas, donde el fútbol sustituye antiguos vínculos comunitarios.

Pablo Zorraquino, estudiante de Bioingeniería de 20 años, sabe lo que es invocar un apego ilusorio, pues también ha sido para él una estrategia de adaptación en ciertos ambientes. Aunque confiesa no ser su norma. «En mi grupo cercano no hace falta. Ya saben que no me va». Lo cual no le ha impedido participar en conversaciones por compromiso alguna vez. Aun así, insiste: «Lo normal es que me mantenga al margen. Nunca me ha gustado mucho, y nunca he sentido que tenga que justificarlo».

Esa necesidad de justificar el desinterés, sin embargo, sí ha estado presente para algunos. Borja Gutiérrez, arquitecto de 72 años, lo sabe bien: «Yo siento una sensación de marginalidad, sobre todo. En algún caso sí que he tenido que justificar un interés que realmente no lo tenía, y bueno, he aprovechado algún penalti, algún gol, para poder comentar e identificarme un poco con la alegría de la peña».

Para Mariano Urraco este punto de confirmación marginal tan marcado está estrechamente ligado a la cuestión generacional. En décadas pasadas, el fútbol funcionaba como pasaporte social masculino: en fábricas, bares y vecindarios era la conversación obligada.

A pesar de lo nuclear de las conversaciones y el debate nacional futbolístico, ni Sánchez, ni Zorraquino, ni Gutiérrez han sentido nunca que ese mundo les perteneciera realmente. El treintañero Sánchez lo atribuye a la infancia: «Mi padre veía fútbol, pero nunca me lo impuso. Si me apetecía ver el partido, bien. Si prefería jugar con los Legos o a la Play, también. Nunca me inculcó ese costumbrismo de padre-hijo viendo el partido en el sofá. Y creo que eso marcó la diferencia».

Mi padre veía fútbol, pero nunca me lo impuso. Si me apetecía ver el partido, bien. Si prefería jugar con los Legos o a la Play, también»

El veinteañero Zorraquino por su parte, creció en un entorno donde el baloncesto ocupaba ese lugar de ritual familiar. «Nunca he ido a un estadio de fútbol. Mi padre prefería el baloncesto, mi madre también. Así que el fútbol nunca fue parte de mi rutina». En contraste, Gutiérrez interpreta el fútbol como un fenómeno estructural que trasciende lo deportivo: identidad política, cultural y herramienta de integración social.

El septuagenario Gutiérrez, con más recorrido vital, lo observa desde una óptica estructural: «Por supuesto que el fútbol es mucho más que un deporte. Es identidad política, cultural y, sobre todo, integración social. Es definición social. Y eso es así desde los tiempos de Franco».

Por supuesto que el fútbol es mucho más que un deporte. Es identidad política, cultural y, sobre todo, integración social»

Un análisis que comparte, desde la sociología, Urraco: «Quizá ahí esté la clave del éxito o la permanencia de este deporte: en una sociedad donde los lazos de clase, patria o comunidad se debilitan, las personas buscan una ‘tribu’, algo que las conecte con los demás». El sociólogo recalca que el vínculo social no es una debilidad, sino una necesidad humana fundamental que explica la fuerza del fútbol.

El psicólogo Sánchez, desde su mirada profesional, también reconoce que el fútbol va mucho más allá de los goles o los escudos. «En cuanto un deporte es seguido por tantísima gente, deja de ser solo deporte. Ya hay poder. Hay identidad, hay política, hay una cultura enorme detrás.» Ese poder, dice, trasciende las fronteras. «Puedes estar en otro país, sin hablar el idioma, y aun así comunicarte a través del fútbol. Le dices a un inglés ‘Barça o Madrid’ y ya puedes mantener una conversación entera solo con nombres de equipos y jugadores. Es como un idioma universal.»

Zorraquino también ha experimentado esa desconexión al viajar fuera: «Cuando sales de España, mucha gente te pregunta si eres del Madrid o del Barça. Y tú estás ahí diciendo: ‘Pues no tengo ni idea’. A veces parece que eso te deja sin identidad. Te miran como raro». Para Sánchez, este contraste ilustra cómo el fútbol actúa como pasaporte cultural global, mientras que la indiferencia se percibe como rareza.

Una familia en cada estadio

Para Sánchez, ese es uno de los grandes beneficios de ser aficionado: la facilidad para pertenecer. El fútbol ofrece identidad grupal, rituales compartidos, conversación asegurada. «Si eres adolescente, no tienes amigos y te gusta algún equipo, te vas al estadio o al bar y ya tienes tu gente. Incluso si te mudas a otra ciudad, si eres aficionado, ya sabes cómo conectar. Vas al bar de tu equipo y ahí empiezas.»

Si eres adolescente, no tienes amigos y te gusta algún equipo, te vas al estadio o al bar y ya tienes tu gente»

Esa pertenencia, dice, se convierte en refugio, en ritual y hasta en una forma de llenar el tiempo. «Hay tantos partidos, tantas competiciones, que te puede ocupar un montón de horas. Si te gusta el fútbol, ya tienes plan. Que si la Champions, que si el clásico, que si el domingo toca pizza y cerveza viendo el partido. Es tu momento. Es como un ritual emocional.» Gutiérrez coincide en reconocer el valor social de esta afición: tardes con amigos, fiestas improvisadas y la vida organizada alrededor del calendario deportivo.

Y, sin embargo, esa misma fuerza puede volverse exclusión para quienes no comparten la pasión. Sánchez lo ha experimentado. No de forma violenta ni explícita, pero sí por omisión. «Mis amigos que ven fútbol tienen su grupo de WhatsApp. Quedan para ver partidos, y a mí no me avisan. No por mala fe, sino porque ya saben que no me interesa. Pero claro, socializan, crean lazos, y yo ahí no estoy. Me quedo fuera».

Gutiérrez lo ha sentido, pasado el tiempo, incluso con mayor crudeza: «Generalmente me miran de una manera extraña. Como si fuera un marciano. Porque para ellos es inconcebible. Lleva siendo así toda la vida». El arquitecto reconoce haberse sentido excluido en muchas ocasiones, aunque sin mala intención, marginado por no compartir la afición mayoritaria.

Zorraquino lo nota también, aunque con menos intensidad. «A veces mis amigos van a un bar a ver el partido y yo no voy, simplemente porque no me apetece. Pero no me siento excluido. Ellos quedan y si me interesa, voy». Una declaración contraria a la de sus camaradas no-futboleros de generaciones anteriores.

Saltos generacionales

Como decíamos, hay algo generacional en todo esto. Muchos hombres nacidos en la segunda mitad del siglo XX crecieron en un contexto donde el fútbol no solo era omnipresente, sino que definía ciertas claves de masculinidad. «Saber de fútbol era saber ser hombre. Hablar de fútbol era el terreno seguro, la zona franca emocional donde los hombres podían reír, gritar o llorar sin ser juzgados. Para muchos, todavía lo es», afirma rotundo Gutiérrez. Esa asociación entre fútbol y masculinidad marcó a generaciones enteras, estableciendo el deporte como territorio de socialización masculina y expresión emocional permitida.

Sánchez también lo comparte: «Si sacas el tema con cualquier hombre, ya tienes algo de qué hablar. Aunque no os conozcáis de nada. Si no sabes de fútbol, y no tienes muchas habilidades sociales, te puedes quedar sin tema. El fútbol sirve como pegamento entre hombres». También ha sentido ese sesgo a la hora de opinar. «He ido a ver partidos con amigos forofos. Comento algo, y me dicen: ‘Tú no sabes, no ves fútbol’. Como si tu opinión valiera menos. Como si, por no haberlo vivido desde niño, ya no tuvieras derecho a emocionarte ah».

Si no sabes de fútbol, y no tienes muchas habilidades sociales, te puedes quedar sin tema. El fútbol sirve como pegamento entre hombres»

Ni Sánchez ni Zorraquino se muestran molestos. Solo observan. «No me voy a hacer aficionado solo para encajar. No lo necesito. Y si alguien solo habla de fútbol, tampoco sería mi amigo», afirma el psicólogo de 30 años. Reconoce, sin embargo, que el fútbol tiene un poder de conexión abrumador. El fútbol no solo genera amistades, también puede abrir puertas inesperadas, incluso en viajes internacionales, actuando como un idioma compartido.

Zorraquino ha experimentado algo similar, aunque en lo que respecta a su entorno mucho más suavizado. «Como ya saben que no me gusta, no hay confrontación. Pero a veces noto que si hablas de otro deporte con pasión, como baloncesto o rugby, parece que eres el raro. Pero si eres fan de Cristiano Ronaldo, es perfectamente normal. Hay una cultura que gira alrededor del fútbol. Aunque cada día menos. Me doy cuenta. Ya no es la norma».

Una tesis que Gutiérrez afirma hubiera sido difícil de declarar en su época, y que el sociólogo y antropólogo Urraco conecta además con una transformación en el consumo deportivo. El experto señala que el consumo cultural se ha diversificado y que el fútbol tradicional atraviesa una crisis de atractivo entre los jóvenes.

«Si has seguido el tema de la Superliga», prosigue Urraco, «hay una cierta lectura sociológica detrás: Florentino Pérez sostiene que el fútbol tradicional está en crisis para captar a un público joven, más interesado en lo fugaz, en lo rápido, en lo espectacular. No en ver 90 minutos, sino 15 o 20. De ahí surgen ideas como la Kings League. El caso es que el fútbol tal y como lo conocemos atraviesa una crisis también en cuanto a aficionados, porque antes era un espacio de sociabilidad prácticamente obligado, y ahora es solo uno más dentro de un abanico mucho más amplio».

Una conclusión que va ligada a lo que, para el treintañero Sánchez, es la esencial de la conversación: reconocer que hay vida más allá del fútbol. «El fútbol es la hostia para muchas cosas. Para socializar, para pasar el rato, para tener un grupo. Pero también creo que hay que saber que fuera del fútbol hay más vida. Y que no gustarte no te hace menos hombre. Solo te hace diferente. Y está bien». Zorraquino lo resume en otra metáfora: mientras unos juegan el partido del fútbol, él prefiere jugar otros partidos vitales.

Gutiérrez, el más veterano de los tres, concluye con una mezcla de humor y sorna, en cuanto a sus conversaciones con aficionados: «Se les hace raro que piense que todos los deportes tienen que ver con la geometría. Y entonces, claro, me miran raro».

 Tres hombres de distintas generaciones cuentan cómo es vivir al margen de una pasión nacional que, más que elección, a veces parece una obligación.  

El psicólogo Ángel Sánchez, de 30 años, pertenece a una generación que creció entre mundiales, cromos de la Liga y tardes de Champions. Pero también forma parte de esa minoría silenciosa de hombres a los que el fútbol, simplemente, no les interesa. No lo rechaza con rabia, ni se burla del fervor ajeno. Lo suyo orbita más bien alrededor de la indiferencia. «Al principio igual me interesa diez o quince minutos, pregunto algo por quedar bien, lo típico de Messi o Cristiano… pero después me da mucha pereza. Me da igual», confiesa.

En España lo llaman el deporte rey por algo. Pocas son las cantinas nacionales que no se presten a televisar los grandes acontecimientos que marcan su agenda. Por no hablar de los encuentros europeos y mundiales en los que batalla el equipo patrio. Según el Global Sports Report 2025, el fútbol engancha a 19,7 millones de personas en España, cifras potentes que apenas han cambiado con los años y reflejan una fuerte brecha de género. Según el CSI de 2014, dos tercios de los hombres se sienten interesados por este deporte.

En un país donde el fútbol es conversación cotidiana, excusa social, marca identitaria y hasta termómetro emocional, declararse ajeno puede digerirse tal que una pequeña herejía. Así lo identifica Sánchez, que lo ha comprobado muchas veces, en distintos contextos, y ha fingido interés más de una vez para no quedarse fuera de la jugada. «Solo para integrarme», admite. «Porque hay gente que no habla de otra cosa que no sea fútbol. Y si no entras en eso, no tienes nada de qué hablar con ellos».

Sin fútbol no hay paraíso

El sociólogo y antropólogo de la UCM, Mariano Urraco, ve que el fútbol «sirve como elemento aglutinador, como elemento de cohesión, de identidad y de grupo en sociedades cada vez más fragmentadas». El experto interpreta este fenómeno como una necesidad gregaria en sociedades fragmentadas, donde el fútbol sustituye antiguos vínculos comunitarios.

Pablo Zorraquino, estudiante de Bioingeniería de 20 años, sabe lo que es invocar un apego ilusorio, pues también ha sido para él una estrategia de adaptación en ciertos ambientes. Aunque confiesa no ser su norma. «En mi grupo cercano no hace falta. Ya saben que no me va». Lo cual no le ha impedido participar en conversaciones por compromiso alguna vez. Aun así, insiste: «Lo normal es que me mantenga al margen. Nunca me ha gustado mucho, y nunca he sentido que tenga que justificarlo».

Esa necesidad de justificar el desinterés, sin embargo, sí ha estado presente para algunos. Borja Gutiérrez, arquitecto de 72 años, lo sabe bien: «Yo siento una sensación de marginalidad, sobre todo. En algún caso sí que he tenido que justificar un interés que realmente no lo tenía, y bueno, he aprovechado algún penalti, algún gol, para poder comentar e identificarme un poco con la alegría de la peña».

Para Mariano Urraco este punto de confirmación marginal tan marcado está estrechamente ligado a la cuestión generacional. En décadas pasadas, el fútbol funcionaba como pasaporte social masculino: en fábricas, bares y vecindarios era la conversación obligada.

A pesar de lo nuclear de las conversaciones y el debate nacional futbolístico, ni Sánchez, ni Zorraquino, ni Gutiérrez han sentido nunca que ese mundo les perteneciera realmente. El treintañero Sánchez lo atribuye a la infancia: «Mi padre veía fútbol, pero nunca me lo impuso. Si me apetecía ver el partido, bien. Si prefería jugar con los Legos o a la Play, también. Nunca me inculcó ese costumbrismo de padre-hijo viendo el partido en el sofá. Y creo que eso marcó la diferencia».

Mi padre veía fútbol, pero nunca me lo impuso. Si me apetecía ver el partido, bien. Si prefería jugar con los Legos o a la Play, también»

El veinteañero Zorraquino por su parte, creció en un entorno donde el baloncesto ocupaba ese lugar de ritual familiar. «Nunca he ido a un estadio de fútbol. Mi padre prefería el baloncesto, mi madre también. Así que el fútbol nunca fue parte de mi rutina». En contraste, Gutiérrez interpreta el fútbol como un fenómeno estructural que trasciende lo deportivo: identidad política, cultural y herramienta de integración social.

El septuagenario Gutiérrez, con más recorrido vital, lo observa desde una óptica estructural: «Por supuesto que el fútbol es mucho más que un deporte. Es identidad política, cultural y, sobre todo, integración social. Es definición social. Y eso es así desde los tiempos de Franco».

Por supuesto que el fútbol es mucho más que un deporte. Es identidad política, cultural y, sobre todo, integración social»

Un análisis que comparte, desde la sociología, Urraco: «Quizá ahí esté la clave del éxito o la permanencia de este deporte: en una sociedad donde los lazos de clase, patria o comunidad se debilitan, las personas buscan una ‘tribu’, algo que las conecte con los demás». El sociólogo recalca que el vínculo social no es una debilidad, sino una necesidad humana fundamental que explica la fuerza del fútbol.

El psicólogo Sánchez, desde su mirada profesional, también reconoce que el fútbol va mucho más allá de los goles o los escudos. «En cuanto un deporte es seguido por tantísima gente, deja de ser solo deporte. Ya hay poder. Hay identidad, hay política, hay una cultura enorme detrás.» Ese poder, dice, trasciende las fronteras. «Puedes estar en otro país, sin hablar el idioma, y aun así comunicarte a través del fútbol. Le dices a un inglés ‘Barça o Madrid’ y ya puedes mantener una conversación entera solo con nombres de equipos y jugadores. Es como un idioma universal.»

Zorraquino también ha experimentado esa desconexión al viajar fuera: «Cuando sales de España, mucha gente te pregunta si eres del Madrid o del Barça. Y tú estás ahí diciendo: ‘Pues no tengo ni idea’. A veces parece que eso te deja sin identidad. Te miran como raro». Para Sánchez, este contraste ilustra cómo el fútbol actúa como pasaporte cultural global, mientras que la indiferencia se percibe como rareza.

Una familia en cada estadio

Para Sánchez, ese es uno de los grandes beneficios de ser aficionado: la facilidad para pertenecer. El fútbol ofrece identidad grupal, rituales compartidos, conversación asegurada. «Si eres adolescente, no tienes amigos y te gusta algún equipo, te vas al estadio o al bar y ya tienes tu gente. Incluso si te mudas a otra ciudad, si eres aficionado, ya sabes cómo conectar. Vas al bar de tu equipo y ahí empiezas.»

Si eres adolescente, no tienes amigos y te gusta algún equipo, te vas al estadio o al bar y ya tienes tu gente»

Esa pertenencia, dice, se convierte en refugio, en ritual y hasta en una forma de llenar el tiempo. «Hay tantos partidos, tantas competiciones, que te puede ocupar un montón de horas. Si te gusta el fútbol, ya tienes plan. Que si la Champions, que si el clásico, que si el domingo toca pizza y cerveza viendo el partido. Es tu momento. Es como un ritual emocional.» Gutiérrez coincide en reconocer el valor social de esta afición: tardes con amigos, fiestas improvisadas y la vida organizada alrededor del calendario deportivo.

Y, sin embargo, esa misma fuerza puede volverse exclusión para quienes no comparten la pasión. Sánchez lo ha experimentado. No de forma violenta ni explícita, pero sí por omisión. «Mis amigos que ven fútbol tienen su grupo de WhatsApp. Quedan para ver partidos, y a mí no me avisan. No por mala fe, sino porque ya saben que no me interesa. Pero claro, socializan, crean lazos, y yo ahí no estoy. Me quedo fuera».

Gutiérrez lo ha sentido, pasado el tiempo, incluso con mayor crudeza: «Generalmente me miran de una manera extraña. Como si fuera un marciano. Porque para ellos es inconcebible. Lleva siendo así toda la vida». El arquitecto reconoce haberse sentido excluido en muchas ocasiones, aunque sin mala intención, marginado por no compartir la afición mayoritaria.

Zorraquino lo nota también, aunque con menos intensidad. «A veces mis amigos van a un bar a ver el partido y yo no voy, simplemente porque no me apetece. Pero no me siento excluido. Ellos quedan y si me interesa, voy». Una declaración contraria a la de sus camaradas no-futboleros de generaciones anteriores.

Saltos generacionales

Como decíamos, hay algo generacional en todo esto. Muchos hombres nacidos en la segunda mitad del siglo XX crecieron en un contexto donde el fútbol no solo era omnipresente, sino que definía ciertas claves de masculinidad. «Saber de fútbol era saber ser hombre. Hablar de fútbol era el terreno seguro, la zona franca emocional donde los hombres podían reír, gritar o llorar sin ser juzgados. Para muchos, todavía lo es», afirma rotundo Gutiérrez. Esa asociación entre fútbol y masculinidad marcó a generaciones enteras, estableciendo el deporte como territorio de socialización masculina y expresión emocional permitida.

Sánchez también lo comparte: «Si sacas el tema con cualquier hombre, ya tienes algo de qué hablar. Aunque no os conozcáis de nada. Si no sabes de fútbol, y no tienes muchas habilidades sociales, te puedes quedar sin tema. El fútbol sirve como pegamento entre hombres». También ha sentido ese sesgo a la hora de opinar. «He ido a ver partidos con amigos forofos. Comento algo, y me dicen: ‘Tú no sabes, no ves fútbol’. Como si tu opinión valiera menos. Como si, por no haberlo vivido desde niño, ya no tuvieras derecho a emocionarte ah».

Si no sabes de fútbol, y no tienes muchas habilidades sociales, te puedes quedar sin tema. El fútbol sirve como pegamento entre hombres»

Ni Sánchez ni Zorraquino se muestran molestos. Solo observan. «No me voy a hacer aficionado solo para encajar. No lo necesito. Y si alguien solo habla de fútbol, tampoco sería mi amigo», afirma el psicólogo de 30 años. Reconoce, sin embargo, que el fútbol tiene un poder de conexión abrumador. El fútbol no solo genera amistades, también puede abrir puertas inesperadas, incluso en viajes internacionales, actuando como un idioma compartido.

Zorraquino ha experimentado algo similar, aunque en lo que respecta a su entorno mucho más suavizado. «Como ya saben que no me gusta, no hay confrontación. Pero a veces noto que si hablas de otro deporte con pasión, como baloncesto o rugby, parece que eres el raro. Pero si eres fan de Cristiano Ronaldo, es perfectamente normal. Hay una cultura que gira alrededor del fútbol. Aunque cada día menos. Me doy cuenta. Ya no es la norma».

Una tesis que Gutiérrez afirma hubiera sido difícil de declarar en su época, y que el sociólogo y antropólogo Urraco conecta además con una transformación en el consumo deportivo. El experto señala que el consumo cultural se ha diversificado y que el fútbol tradicional atraviesa una crisis de atractivo entre los jóvenes.

«Si has seguido el tema de la Superliga», prosigue Urraco, «hay una cierta lectura sociológica detrás: Florentino Pérez sostiene que el fútbol tradicional está en crisis para captar a un público joven, más interesado en lo fugaz, en lo rápido, en lo espectacular. No en ver 90 minutos, sino 15 o 20. De ahí surgen ideas como la Kings League. El caso es que el fútbol tal y como lo conocemos atraviesa una crisis también en cuanto a aficionados, porque antes era un espacio de sociabilidad prácticamente obligado, y ahora es solo uno más dentro de un abanico mucho más amplio».

Una conclusión que va ligada a lo que, para el treintañero Sánchez, es la esencial de la conversación: reconocer que hay vida más allá del fútbol. «El fútbol es la hostia para muchas cosas. Para socializar, para pasar el rato, para tener un grupo. Pero también creo que hay que saber que fuera del fútbol hay más vida. Y que no gustarte no te hace menos hombre. Solo te hace diferente. Y está bien». Zorraquino lo resume en otra metáfora: mientras unos juegan el partido del fútbol, él prefiere jugar otros partidos vitales.

Gutiérrez, el más veterano de los tres, concluye con una mezcla de humor y sorna, en cuanto a sus conversaciones con aficionados: «Se les hace raro que piense que todos los deportes tienen que ver con la geometría. Y entonces, claro, me miran raro».

 20MINUTOS.ES – Nacional

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