Al filo del mediodía, José Vicente de los Mozos, presidente de Ifema y consejero delegado de Indra, abandona el recinto ferial porque tiene un cambio de agenda que conoce desde hace horas. Una quincena de periodistas le han estado escuchando hablar de los resultados financieros de la entidad en las tripas de la infraestructura, un mastodonte de 200.000 metros cuadrados incrustado al norte de la capital, y le ven marcharse a toda prisa. Entonces, la oscuridad. No hay generador que entre en juego. Tampoco luces de emergencia. Se ha caído la red eléctrica, y apenas las pantallas de teléfonos y ordenadores iluminan la sala de reuniones con la tímida ayuda de unas luminarias moribundas. Acaba de empezar un día de caos que llena el corazón de la capital de ciudadanos que hacen autostop para volver a casa, huérfanos de un servicio de metro suspendido; en el que se conduce según la ley de la selva, pues no hay semáforos; y en el que los turistas, desprovistos de la posibilidad de pagar con tarjeta, asisten incrédulos a lo que pasa.
El corazón de la capital se llena de peatones que buscan cómo volver a casa, de padres que intentan recoger a sus hijos del colegio y de atascos en los accesos
Al filo del mediodía, José Vicente de los Mozos, presidente de Ifema y consejero delegado de Indra, abandona el recinto ferial porque tiene un cambio de agenda que conoce desde hace horas. Una quincena de periodistas le han estado escuchando hablar de los resultados financieros de la entidad en las tripas de la infraestructura, un mastodonte de 200.000 metros cuadrados incrustado al norte de la capital, y le ven marcharse a toda prisa. Entonces, la oscuridad. No hay generador que entre en juego. Tampoco luces de emergencia. Se ha caído la red eléctrica, y apenas las pantallas de teléfonos y ordenadores iluminan la sala de reuniones con la tímida ayuda de unas luminarias moribundas. Acaba de empezar un día de caos que llena el corazón de la capital de ciudadanos que hacen autostop para volver a casa, huérfanos de un servicio de metro suspendido; en el que se conduce según la ley de la selva, pues no hay semáforos; y en el que los turistas, desprovistos de la posibilidad de pagar con tarjeta, asisten incrédulos a lo que pasa.
“Pues parece que la rueda de prensa se ha acabado”, se escucha. Los gestores de Ifema pasan pronto de la broma a la acción. Se da orden de abrir todas las puertas del recinto, sin apenas actividad este lunes. Se levantan las barreras del parking. Cuando un visitante intenta bajar en ascensor, se le advierte de que lo haga por la escalera. Es un buen consejo: a media tarde, los bomberos de Madrid contabilizan 210 intervenciones, la mayoría de rescate de personas atrapadas en montacargas. Y cuando todos los convocados a la rueda de prensa salen a la calle, se encuentran con el caos.
No funcionan los semáforos. El tráfico se dirige como en el salvaje Oeste: gana quien acelere primero. Cada rotonda es una aventura. La conexión telefónica va y viene. Una vecina observa cómo un peatón desconocido habla por teléfono y le grita desde su balcón.
— ¿Te funciona el teléfono?
— ¡Sí!
— ¿Me esperas y bajo para llamar a mi madre, que no doy con ella? ¿Me dejas el teléfono?

Las situaciones excepcionales producen hechos excepcionales, como este inesperado encuentro entre dos residentes de dos bloques vecinos que nunca han cruzado palabra. Él acaba con el teléfono de la madre de ella apuntado en la agenda del móvil. Ella, ávida de noticias, porque no le funciona ni la radio, ni la tele, ni tiene internet, desesperada: pese a que el teléfono da señal, nadie descuelga al otro lado.
— Esto ha sido Putin—, se barrunta, mientras su teléfono, ahora sí, empieza a sonar.
Alrededor de la escena, más caos. Dos padres se separan. La mujer va con el carrito a por el bebé a la guardería. El hombre, a por los niños al colegio. La policía corta carriles de rotondas para facilitar el tráfico, pero sin semáforos es imposible. ¿Cómo será en la hora punta?

Eso mismo deben barruntarse los padres que se acumulan a la puerta de dos colegios de Arturo Soria hora y media antes de la hora de recogida, para llevarse a los niños antes de que la avalancha de progenitores en un Madrid sin semáforos convierta el lugar en una ratonera.
En uno de esos centros, los profesores se preocupan por qué deben hacer por un niño diabético que no puede recargar de batería el móvil con el que controla su enfermedad. El padre que lo recoge tiene otro problema: mirar cuánto aguanta la insulina que tiene que inyectarle sin el frío preceptivo. A su alrededor, los niños siguen en clase como si nada, más felices incluso que cualquier otro día, porque sin luces hoy están teniendo más horas de patio.
En un Mercadona cercano, dos coches atravesados en mitad de un carril cargan en el maletero todo tipo de comida. Hay insultos alrededor, porque si el tráfico estaba difícil sin semáforos, con esos dos coches mal aparcados lo es más todavía. Son lo de menos: los accesos a la capital, como la M-30, llevan convertidos en un atasco desde las 15.00 horas.

Los peatones lo miran todo sin intervenir, pues bastante deben tener con lo suyo: las pacíficas avenidas de todos los días se han convertido hoy en autopistas, y cruzar es un deporte de riesgo. Los hay, también, ajenos al problema: una pareja mayor pasea por un hilo de tierra vestida como para atacar el Everest, sonriente con sus gafas de sol, sus botas y sus palos de apoyo.
Tensión en el centro
Pero la tensa paz de Hortaleza es tensión pura y dura en el centro de la capital. Mientras el alcalde, José Luis Martínez-Almeida, anuncia el cierre de los túneles de la M-30, y la presidenta regional, Isabel Díaz Ayuso, pide habilitar la posibilidad de que intervenga el ejército, las aceras de la Castellana y los carriles de otras calles se llenan de oficinistas que intentan volver a sus casas porque ya no pueden trabajar; de padres inquietos por el hoy y el mañana de las clases de sus hijos (¿habrá colegios?); y de turistas desubicados y desarmados ante la nueva realidad.
No hay Metro. Tampoco operan los trenes de alta velocidad ni el aeropuerto de Barajas. Se corre a por cualquier taxi. La rotonda de Cibeles está imposible. Todo el mundo camina hacia la estación de Atocha porque esperan que allí puedan encontrar una forma de desplazarse.
Por las rotondas aparecen peatones empuñando carteles con el destino que quieren alcanzar, y que en ese momento, bajo el sol castigador de la primavera de Madrid, parece tan lejano.
“No sabemos nada, solo que es un apagón masivo”, dice en la estación de Atocha Luis, un turista mexicano que planeaba salir de Madrid rumbo a Barcelona a las 3 de la tarde de este lunes junto a dos de sus amigos. La estación se mantiene totalmente cerrada. Eso ha atrapado también, como a muchos otros, a Oriol.
Fue uno de los 30 voluntarios que corrieron 42 kilómetros en la maratón que se disputó en la capital el domingo, en su caso junto con 12 pacientes en sillas de ruedas, para visibilizar su enfermedad rara: Ataxia telangiectasia. Este lunes, junto a dos de los pacientes, Luis y Álvaro, y la madre de ambos, intentan regresar a Barcelona. Sin éxito. “Tenemos que esperar, hemos dormido aquí tres noches y la madre de ellos está intentando llamar al hotel para preguntar si tienen espacio”, cuenta antes de que la policía despeje los accesos de la estación.
La misma escena de ciudadanos agolpados en busca de cómo volver a casa se repite en otros intercambiadores, como el de Moncloa, al Oeste de la capital, que sirve de puente con ciudades como Pozuelo, Majadahonda o Boadilla del Monte. Porque en Madrid hay siete millones de habitantes, y este lunes, cuando todo se apaga, sus inquietudes se encienden.
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